Todavía se sigue hablando de "culturas primitivas", de "hombres primitivos", de "animales primitivos", de "una forma primitiva de ojos", etc. ¿Qué connotaciones tiene esta palabra? Lo primero que pienso al pensar "primitivo" es en algo tosco, un esbozo de algo todavía informe, algo inacabado e imperfecto. Por otro lado, aparece en mi mente la idea de algo muy antiguo. Reflexionando, o, como decía Heidegger, "pensando" (Ortega y Gasset hubiera traducido "meditando"), me doy cuenta de que hay aquí, escondido, un preconcepto muy peligroso. Peligroso, digo, porque puede convertirse en lo que Bachelard llamaba un "obstáculo epistemológico". Es decir, me va a llevar a pensar que si me muevo hacia atrás en el tiempo, me acerco a algo tosco e informe.
¿De dónde procede esta idea? Como todas las ideas, surge ésta de lo que Bachelard llama el "ensueño". El ensueño es el estado en que vivimos cuando niños, como exploradores iniciales de nuestro universo. Recuerdo que, cuando tenía doce años, y quería saberlo todo, trataba de crearme mi propio relato de cosmogénesis, a falta de una religión familiar que me diera un fundamento tradicional para lo que era entonces para mí "pensar". Lo que pensé lo escribí, y quedó ese texto en un cuaderno que, no sé cómo, logró sobrevivir a limpiezas sucesivas de papeles. Cuando releí ese texto, sorprendido, me encontré con frases como "en la nada algo se movió, se formó un torbellino y de ahí salió la materia", o "chocaron piedras de fuego y se formaron los primeros planetas". Lo que había escrito era el resultado de un ensueño, de un soñar despierto con el cual, antes de toda ciencia, traté de explicarme el origen de las cosas a partir de una especie de vacío inicial, que no es otro, ahora lo sé, que el vacío del que procede nuestro propio nacimiento.
Cuando somos niños, dice Bachelard, no hay espacio para "universales" en nuestro pensamiento. Cada cosa es única, es un arquetipo. Las brillantes piedras que encontré en el parque de Quilmes en el que daba paseos con mis padres, o los trozos de mica que hallé en un camino seco de las Sierras de Córdoba, no los he vuelto a encontrar nunca.
Después llega la edad de la razón, de las operaciones formales, como dice Piaget, y todo eso queda olvidado y reprimido, porque así debe ser para que haya ciencia, y no mito. Pero, como saben muy bien los psicoanalistas, y Bachelard lo era, lo reprimido retorna.
En la tapa de un libro que heredé de mi abuelo, un libro llamado Historia natural de los seres organizados, de Haeckel, hay un dibujo que de pequeño me fascinaba, porque mostraba cómo de brumosos monstruos antediluvianos y de monos y semihombres toscos venimos nosotros. Ese dibujo era un ensueño, y el libro que leí luego con avidez, y yo no lo sabía, también estaba hecho de ese material del cual, como decía Shakespeare, también está hecha nuestra vida.
Pero hay que despertar, y no podemos, a esta altura del desarrollo de la Biología, seguir pensando que el pasado, que lo primitivo, fue un esbozo pobre y tosco de nuestro presente brillante y bien adaptado.
La vida cambia, no progresa, y es, en cada una de sus formas, lo que es, ni perfecta, ni tosca. Cada una tiene su modo, su estilo de devenir. Igual que no podemos decir que una obra literaria de hoy es más perfecta que La Ilíada o que El Quijote, no tiene sentido plantear que el trilobite era una forma tosca en que la vida estaba siendo esculpida por la selección natural cuando todavía las mutaciones no habían llevado, acumulativamente, hacia lo mejor, es decir, hacia el hombre.
Copyright Daniel Omar Stchigel. Derechos reservados.
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