Lo que sostiene Daniel es cierto. Quienes alguna vez hemos sido o somos investigadores rechazamos instintivamente el sinsentido, lo inexplicable. O lo ubicamos en la categoría de aquello que, algún día, en el futuro, tendrá su sentido, su lógica, para que hoy moleste menos en nuestras construcciones teóricas sólidas.
Preferimos creer que todo debe tener una intención, y aunque adoptar un lenguaje científico ortodoxo nos impida expresarlo de este modo, pensamos, por ejemplo a cada organela o a cada estructura celular como si hubieran sido precisamente diseñadas para llevar a cabo su función con la máxima eficiencia posible.
Los pronunciados pliegues de la membrana interna mitocondrial parecen estar allí para llevar el rendimiento de la cadena respiratoria que transcurre en su seno al máximo. El pequeño espacio intermembrana parece hábilmente dispuesto para ser colmado por la cadena respiratoria de oportunos protones que le permiten a la enzima sintetizadora de ATP acumular ingentes cantidades de energía en un compartimiento separado y más interno, la matriz mitocondrial. En suma, todas las membranas y los espacios acuosos que conforman la mitocondria parecen tener la composición justa y la disposición perfecta para que procesos metabólicos extremadamente complejos como la oxidación de ácidos grasos y la respiración celular tengan lugar allí.
Sin embargo, nos molestó haber hallado dentro de esta organela un pequeño ADN circular, una maquinaria completa de transcripción y otra de traducción. Y nos molestó simplemente porque descubrimos que todo ello sólo sirve para producir un escaso número de las numerosas proteínas que hacen falta en la mitocondria (en algunos casos ni siquiera proteínas enteras sino partes de ellas). De manera que la extraña condición biosintética se queda en una -a todas luces- insuficiente “semi-autonomía” del resto de la célula. A esto, que nos pareció una burda imperfección de diseño, algunos trataron de otorgarle, a pesar de todo, algún sentido, un sentido de tipo evolutivo, con la hipótesis de la simbiogénesis.
El pensamiento del “como si”, que tan bien describió Daniel, se nos impone sin quererlo, aunque mientras admiremos el perfecto diseño de un aparato mitótico aparezcan, como molestas moscas revoloteando, dos pares de centríolos todavía inexplicables.
Copyright Mirta E. Grimaldi. Derechos reservados.
Preferimos creer que todo debe tener una intención, y aunque adoptar un lenguaje científico ortodoxo nos impida expresarlo de este modo, pensamos, por ejemplo a cada organela o a cada estructura celular como si hubieran sido precisamente diseñadas para llevar a cabo su función con la máxima eficiencia posible.
Los pronunciados pliegues de la membrana interna mitocondrial parecen estar allí para llevar el rendimiento de la cadena respiratoria que transcurre en su seno al máximo. El pequeño espacio intermembrana parece hábilmente dispuesto para ser colmado por la cadena respiratoria de oportunos protones que le permiten a la enzima sintetizadora de ATP acumular ingentes cantidades de energía en un compartimiento separado y más interno, la matriz mitocondrial. En suma, todas las membranas y los espacios acuosos que conforman la mitocondria parecen tener la composición justa y la disposición perfecta para que procesos metabólicos extremadamente complejos como la oxidación de ácidos grasos y la respiración celular tengan lugar allí.
Sin embargo, nos molestó haber hallado dentro de esta organela un pequeño ADN circular, una maquinaria completa de transcripción y otra de traducción. Y nos molestó simplemente porque descubrimos que todo ello sólo sirve para producir un escaso número de las numerosas proteínas que hacen falta en la mitocondria (en algunos casos ni siquiera proteínas enteras sino partes de ellas). De manera que la extraña condición biosintética se queda en una -a todas luces- insuficiente “semi-autonomía” del resto de la célula. A esto, que nos pareció una burda imperfección de diseño, algunos trataron de otorgarle, a pesar de todo, algún sentido, un sentido de tipo evolutivo, con la hipótesis de la simbiogénesis.
El pensamiento del “como si”, que tan bien describió Daniel, se nos impone sin quererlo, aunque mientras admiremos el perfecto diseño de un aparato mitótico aparezcan, como molestas moscas revoloteando, dos pares de centríolos todavía inexplicables.
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