sábado, 15 de marzo de 2008

Máquinas inteligentes y máquinas tontas

Una de las características más curiosas de los ciclos bioquímicos que se dan en el interior de los organismos, es la existencia de infinidad de pasos intermedios desde que se activa un proceso hasta que finaliza, y la constante posibilidad, mostrada por los casos de mutación, de que todo salga mal con tal de que uno de los puntos del proceso no se cumpla. Un ejemplo mencionado por Behe es el de la coagulación de la sangre. Si alguno de los pasos del proceso resultara alterado, la sangre nunca se coagularía, o se coagularía todo el torrente sanguíneo. Behe toma estos procesos de regulación tan delicada y finalidad tan evidente como ejemplos de diseño inteligente. Simplemente, es imposible que el organismo fabrique todas las sustancias que van a intervenir cuando sea el momento necesario sin un conocimiento previo de lo que puede llegar a suceder. Pero el ejemplo más interesante e ilustrativo que formula Behe de la necesidad de una inteligencia que haya establecido las condiciones bioquímicas para que estos procesos tengan lugar, es el de las máquinas tontas diseñadas por un historietista norteamericano llamado Ruby Goldberg. Para quienes desconozcan estos diseños, basta pensar, como señala el propio Behe, en los complicados mecanismos diseñados por el pollito inteligente, cuya finalidad es dañar de alguna manera al Gallo Claudio, en el conocido dibujo animado de la Warner Bros. Se ha discutido mucho acerca de la posibilidad de explicar un mecanismo así como efecto de la selección natural, pero, más allá de esos debates, creo que hay un tema de fondo que está escapando a la atención de los participantes, y es, justamente, que el diseño inteligente de un mecanismo como el de la coagulación de la sangre es equiparable al diseño de un proceso totalmente tonto que puede alcanzar sus objetivos de una manera infinitamente más simple. Quiero decir, cuando los evolucionistas prueban que hay maneras más sencillas que la señalada por Behe en las que se da la coagulación de la sangre, y se empeñan en mostrar los pasos faltantes para llegar desde el mecanismo de coagulación de los peces hasta el del hombre, no se dan cuenta de que no hay nada más tonto que esa complejidad totalmente superflua que agrega ese mecanismo cuya evolución intentan describir. En cierta forma, si el objetivo de la vida es la conservación económica de la forma, todas las complejidades de seres como el hombre resultan superfluas y tan tontas como los medios a través de las cuales el pollito inteligente intenta dañar al Gallo Claudio. Todos los seres vivientes son maravillosas máquinas tontas, cuya única finalidad es la conservación de una forma inútilmente compleja. ¿Qué sentido tiene que la vida haya escalado, aunque sea paso a paso y lentamente, el monte de la complejidad que llevó a la aparición de estas máquinas alocadas que somos los seres humanos? Quizás cuando Gould habló de las enjutas, de esas exquisitas simetrías totalmente superfluas desde el punto de vista de la selección natural que son un simple subproducto de los procesos de desarrollo, no se dió cuanta de que todas las maravillas del mundo viviente no son otra cosa que enjutas. Frente al esqueleto de un dinosaurio, en cualquier museo de ciencias naturales, viendo la repetición de las vértebras, la perfecta distribución del arco para cargar el peso de la mole que pastaba tranquilamente, alguna vez, en los campos jurásicos, yo no puedo ver adaptación al medio. Tampoco puedo ver azar. Lo que veo es el producto superfluo de un loco y bello sueño, la apariencia superficial de un juego molecular totalmente gratuito, y sin embargo, pleno de sentido.
Copyright Daniel Omar Stchigel. Derechos reservados.

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